Su investigación es la materialización de la vida que ha transitado en estos últimos años. La estudiante de la Escuela de Artes Visuales de la Universidad de las Artes, Jenny Alexandra Sánchez Alarcón, conocida artísticamente como Alets, lo señala en un diálogo que mantuvo con su tutora de tesis, la docente Ruth Cruz, mientras en la galería de la Alianza Francesa de Guayaquil, sede centro, se exponían las piezas y los elementos que compusieron su muestra de grado, a la que tituló “Recolectar los conceptos de la vida”.
Se inauguró el 21 de julio pasado y durante diez días, cerró el 31, resultó una invitación para hacer memoria de aquello que parece cotidiano, pero que con el paso del tiempo se va volviendo entrañable. La propuesta expositiva de Alets estuvo fusionada con una bebida conceptualizada como estimulante y que se obtiene de los granos tostados y molidos de las semillas del fruto del cafeto. Claro, el café, aquel cuyo olor se mantuvo impregnado no solo durante la inauguración, en el que fue convidado, sino en cada una de las obras que la artista realizó para “Recolectar los conceptos de la vida”.
Nacida en Huila, Colombia, Alets encontró en las Artes Visuales un refugio y una forma de expresión que la llevaron a recorrer dos países y a construir una identidad artística única. El destino la trajo a Ecuador en 2019, cuando su madre decidió apoyarla en su deseo de estudiar en la Universidad de las Artes, luego de haber estudiado y trabajado en el ámbito de la contabilidad, pasar por la separación de sus padres y enfrentar problemas de salud.



No obstante, pese a los retos iniciales, como la adaptación cultural y académica, Alets encontró en la UArtes el espacio para explorar sus inquietudes creativas y redefinir su concepto de arte. Sin embargo, una convocatoria de intercambio estudiantil cambió su rumbo nuevamente. Gracias a un convenio entre nuestra institución de educación superior y la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá, la artista regresó a Colombia para continuar su formación. Tras la experiencia, que no solo le permitió reconectarse con sus raíces sino también profundizar en técnicas y enfoques innovadores, volvió para compartir lo aprendido y concluir la carrera.
Acerca de su exposición de grado, Alets reveló que, considerando que su investigación buscaba remembrar objetos e imágenes etnográficas, el proyecto expositivo tuvo como propósito reunir en un solo lugar un cuerpo de obra. Su primera opción fue el Museo Antropológico y de Arte Contemporáneo, debido a su naturaleza y carácter, pues la relación que se planteó desde un principio estaba ligada al objeto etnográfico, el trabajo, al café y el cacao concebidos como patrimonio y herencia. Sin embargo, el MAAC ya tenía su cronograma de exposiciones completa desde el 2024.
Posteriormente, Alets tuvo una entrevista con la directora de la Alianza Francesa de Guayaquil, cuya galería en la sede centro le ofrecía más que un espacio de un solo cuerpo: un lugar para compartir café. “Este aspecto es de vital importancia para mi muestra, puesto que tengo la intención no solo de pictóricamente incorporar el café a mis obras, sino que el público pueda disfrutar lo que yo recolecté y procesé en compañía de mi familia. Es un espacio que brinda la posibilidad de que las personas se puedan sentar, conversar y tener un lugar para quedarse”, expresó.




Capítulo I del diálogo tutora/estudiante
A continuación, el diálogo que Alets mantuvo con la docente Ruth Cruz, quien se graduó en la Escuela de Artes Visuales y cursa la maestría de Artes Visuales y Nuevos Medios:
—En tu dedicatoria te dices “La Pipiola”. ¿Qué significa?
—Buscando conectarme con el café en Ecuador, durante mi viaje hacia Loja con mis padres, mi mamá comenzó a recordar a mi abuela Edith y nuestra vida en la finca del Huila. En medio de la conversación, me dijo que mi abuela solía llamarme así: La Pipiola. Me decía así porque era muy pequeña, de apariencia frágil. Con el tiempo supe que también se llama así a una especie de abejas chiquitas, pero incansables. Gracias a su labor –como sabemos– es posible la vida.
—Hay una frase que te escuché decir incluso antes de que me pidas ser tu tutora, esa frase me ha resonado desde entonces: “Domesticar el recuerdo”. Me pregunto, ¿acaso el recuerdo es salvaje? ¿Cómo se lo puede domesticar?
—Esa frase nació gracias a mis lecturas y mis propias experiencias, específicamente con “El Principito”. Mis recuerdos eran esquivos, me atropellaban de pronto, mientras tomaba café o en momentos cotidianos, como caminar, escuchar una canción o percibir un perfume. Entonces sí, el recuerdo tiene sus formas particulares de encontrarnos: a veces somos como una presa, y él está al acecho, esperando el olor, el sonido o la imagen indicada para embestirnos con una memoria que atraviesa el corazón.


Cansada de tanta melancolía, me propuse “domesticarlo”. Eso fue: empezar a forjar vínculos alrededor de mis recuerdos, salir a su encuentro, escribirlos, convocarlos, conjurarlos. Así, con el tiempo, como una cosecha, puedan madurar a través de mi labor como artista mediante visitas a fincas o incluso, en cualquier contexto.
—Si tuvieras que darle una categoría a tu práctica artística, ¿cuál sería? Lo pregunto a propósito de conocer tu forma particular de investigar, y cómo esta se transforma al enfrentarte al territorio simbólico y tangible de la vida caficultora.
—Confieso que en ocasiones se me dificulta categorizar mi práctica artística porque se parece mucho a mí: siempre está cambiando, se adapta o amolda a cualquier contexto. Pero hay un término que usamos en mi familia: “curiosita”.
Mi práctica es así: inquieta frente a todo tipo de trabajo u oficio. Mientras salgo al encuentro de los recuerdos, esa curiosidad por comprender los procesos del café, del cacao, o incluso la misma naturaleza del tejido con el fique o hilos de algodón, es lo que me lleva a desplazarme hacia quienes saben, para que –mediante un acercamiento respetuoso y afectivo– me enseñen.
Si pudiera categorizar mi trabajo ahora, diría que es una práctica artístico-etnográfica, situada y sensible.

—¿Cómo crees que se materializa tu intención de recolectar estas memorias de tu infancia? ¿Cómo es que ocurre la trasformación de esa primera intención a la necesidad de “recolectar los conceptos de la vida” y cómo esto se encarna en tu práctica artística?
—Se materializan desde la vida misma. Siempre recuerdo una expresión que dijo Matías Quintero: “la vida es una experiencia que uno pinta”. Las obras que realizo son apenas una parte de la materialización de mis memorias de infancia; porque el proceso empieza mucho antes, desde que me traslado al territorio, desde que camino con quienes me acompañan, incluso desde que nos tomamos un tintico mientras conversamos. Es un proceso que pasa por el cuerpo, que transforma cómo percibimos el mundo, que nos afecta y nos traviesa.
Esa necesidad nació por una inconformidad: sentía una distancia, una falta de vínculo entre los materiales que usaba y los objetos o recuerdos que quería encarnar. No había experiencias, ni afecto en ellos. Y, en el fondo, tampoco entendía del todo por qué me sentía “extranjera” en mi propio país. Cuando conocí el trabajo de Guillermo Vasco con a las comunidades indígenas –específicamente con los guambianos– entendí que teníamos la misma dificultad: olvidamos nuestra propia manera de relacionarnos con el territorio.
Es por esta razón que mi práctica artística responde a una inquietud que surgió alrededor del trabajo de Vasco: “¿Los conceptos de nuestra historia se encuentran en la vida?”. En mi caso, recolectar parte de la cosecha: para construir una obra debo invertir tiempo, saber estar, escuchar y considerar el trabajo de quienes me enseñan. Esas experiencias que pasan por el cuerpo se vuelven conocimiento, y ese conocimiento se manifiesta en distintos medios: la escritura, la pintura, la fotografía, el tejido. Mi investigación es la materialización de la vida que he transitado en estos últimos años.
Texto: Carmen Cortez/Dircom con la colaboración de Alets, artista y estudiante UArtes que proporcionó también las fotos.







