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Andrés Landázuri se integró a la UArtes en 2014 como docente de la “Primera Nivelación Emblemática”

Andrés Landázuri es docente y coordinador de la Escuela de Literatura. Se integró a la Universidad de las Artes en 2014 y es, junto con Amalina Bomnin, académico fundador de la UArtes. En la sesión solemne por los 10 años de creación de nuestra institución, él compartió sus vivencias desde el momento en que dejó Quito para habitar en Guayaquil. Aquí parte de su discurso:

Llegué a vivir a Guayaquil el domingo 30 de marzo del año 2014, un día antes del inicio de clases de lo que entonces se llamó la “Primera Nivelación Emblemática” de la Universidad de las Artes. En ese momento, la UArtes funcionaba todavía a nivel de “proyecto” y estaba gestionada desde el Ministerio de Cultura. Para ese primer ciclo nivelatorio, el proyecto había logrado convocar a un grupo bastante heterogéneo de diez docentes de variadas procedencias y formaciones. Así mismo, el proyecto agrupó a un aproximado de 170 estudiantes, originarios de muy diversas provincias del país, que en aquel ciclo aspiraban a las licenciaturas todavía no oficialmente existentes de Cine, Música y Literatura.

En esta institución nos dimos cita, desde el inicio, personas de varios lugares del país (Guayaquil, Quito, Cuenca, Portoviejo…) y no pocos extranjeros (Chile, Cuba, Colombia, España…). Un buen número de esos estudiantes y esos docentes convivimos en el cercano Hotel Doral —a dos cuadras de este edificio, en las calles Chile y Aguirre— convertido durante por lo menos aquel primer semestre de Nivelación en una suerte de residencia universitaria algo improvisada. Este edificio en el que nos hallamos ahora era el único asignado para el funcionamiento de aquella universidad en gestación. De ese grupo de docentes ya en funciones, además, yo era el único con una formación académica propiamente en Literatura, por lo que de cierta forma estuve, de manera implícita, a cargo de lo que concernía a los asuntos de esa naciente área académica.

Revisando los documentos que guardo de aquel primer ciclo, caigo en cuenta de que tuve a cargo un total de 127 estudiantes distribuidos en tres asignaturas distintas y seis paralelos independientes. Eso implicó inicialmente un total —y esto lo digo ahora con sorpresa y hasta con alarma— de 24 horas de clase semanales. Tal carga fue en la práctica imposible de ejecutar, por lo que en algún momento decidimos unificar algunos cursos y así logramos reducir las cantidades a cuatro paralelos y a 18 horas de clase semanales, aun cuando eso implicó tener que dictar asignaturas como la que entonces se llamaba “Introducción a la Comunicación Científica” —que era un curso de escritura académica, es decir, de naturaleza más bien práctica— con más de 40 estudiantes en el aula.

Por ese entonces este edificio de la Gobernación estaba habilitado solo parcialmente. De los pabellones que hoy en día ocupamos de manera cotidiana en este lugar —ninguno tenía nombre— el Humberto Salgado era básicamente un conjunto de paredes e instalaciones vacías, mientras que en el Araceli Gilbert solo podía accederse a la planta baja y algunos espacios del segundo piso. Solamente lo que ahora llamamos pabellón Pablo Palacio estaba plenamente activo, pero no en las mismas condiciones actuales (…).

En esos primeros meses no existía casi nada de lo que ahora tenemos, utilizamos y habitamos día tras día. Lo que ahora es la Biblioteca de las Artes era un edificio abandonado, con los pisos llenos de módulos de oficina que formaban pasadizos extraños y hasta lúgubres. Se hablaba ya de su remodelación —algo parecido a lo que existe ahora sí aparecía en aquella singular maqueta del proyecto—, pero todavía no era algo en lo que se pensara demasiado, aun cuando en varios salones de la segunda planta del Araceli Gilbert reposaban embodegadas decenas de cajas con una compra de libros que el Ministerio de Cultura había hecho para nutrir la que luego sería la primera biblioteca institucional, montada con el nombre de Sala de Lectura Miguel Donoso Pareja en el actual salón de usos múltiples. Del pabellón Enrique Tábara no había entonces ni noticia, y otras piezas emblemáticas de nuestra institución, como el Edificio de El Telégrafo o el formidable Centro de Producción e Innovación Manzana 14, estaban todavía fuera de la imaginación.

Como sabemos, la Asamblea Nacional había creado la Universidad de las Artes varios meses antes de esos días a los que me estoy refiriendo, concretamente el 9 de diciembre del 2013. No obstante, para mi manera de ver, el verdadero momento de nacimiento de nuestra universidad sucedió en ese 31 de marzo, en el contexto y con la materialidad que he procurado describir, cuando los primeros profesores y los primeros estudiantes se juntaron a dialogar, leer, mirar, discutir, imaginar, cantar, pensar y tantas cosas más en el interior de este edificio en el que ahora estamos reunidos. La primera clase que yo dicté ocurrió en el aula que ahora llamamos Palacio 101, y me gusta pensar, aunque quizá sea inexacto, que en esa sala sonaron los primeros gritos de este ser que entonces veía el mundo por primera vez y que hoy vemos fortalecido y celebrando el que acaso sea su primer aniversario verdaderamente significativo.

Tras ese nacimiento, los acontecimientos, proyectos, acciones y personas se han venido acumulando, siempre a un ritmo vertiginoso y con la constante sensación de que tenemos pendientes innumerables cosas por hacer y por solucionar. Tras el Ministerio de Cultura vino el hoy desaparecido Ministerio Coordinador de Conocimiento y Talento Humano, bajo cuya gestión se agilitaron diversos procesos que habían permanecido estancados en esos primeros meses, en especial el importantísimo paso de aprobar y registrar las primeras mallas curriculares directamente gestadas desde y para la institución.

En 2015 vino ya la aparición formal, con personería jurídica, de la Universidad de las Artes, y con ello vino también la Comisión Gestora —o más bien la compleja sucesión de comisiones gestoras que fueron variando de rostros, pero nunca de cabeza—, la fundación de las Escuelas y la llegada de los primeros directores/as, la incesante creación y recreación de reglamentos, el intenso diálogo con el ITAE —institución a la que, creo yo, todavía está pendiente reconocerle con más énfasis su fundamental labor pionera y fundacional para lo que hoy es la UArtes—, la concepción y diseño de las nuevas carreras y programas, la incorporación de unidades académicas y administrativas, el crecimiento exponencial de la comunidad universitaria. Los cambios no han parado nunca, ni podrán parar.

A lo largo de todo este tiempo, los sucesos han sido muchos. Recuerdo, sobre todo, los momentos más esperanzadores —a veces también críticos—, como la creación del CEAT, la alegría del primer Libre Libro, la consolidación del ILIA, la ambición de Interactos, la aparición de UArtes Ediciones, la apertura de la Biblioteca de las Artes, la elección de autoridades y la instalación del cogobierno universitario, y por supuesto la remodelación e incorporación de nuevos edificios (y su correspondiente apertura de espacios emblemáticos como la sala de cine, las librerías, los laboratorios de mezcla, los espacios de danza o incluso la pequeña cancha de fútbol que hoy en día corona la terraza del pabellón Tábara y donde a veces nos reunimos algunos estudiantes, administrativos y docentes para pelotear como si fuésemos niños jugando en alguna calle de barrio).

Lo principal en todo esto, no obstante, siempre han sido los muchos rostros que han pasado por estos edificios y que han dado vida a lo que este proyecto significa. Han sido sin duda las personas singulares y concretas las que han permitido la construcción de esta comunidad universitaria, y no solo por asuntos puntuales como los intentos casi siempre fallidos de crear una verdaderamente activa asociación de docentes, por ejemplo, o los múltiples encuentros y descubrimientos que suscitan las —a veces excesivas— actividades de docencia, investigación y vínculo, sino fundamentalmente por el ejercicio mismo de comunidad, quiero decir, por el hecho de ser un grupo humano convocado y comprometido con un propósito común y de suma importancia para todos los que participamos en él.

Aunque un poco más larga que la mayoría, mi historia en la UArtes no es demasiado extraña. Muchas de las personas aquí reunidas llevan consigo una historia similar, una historia en la que ellos mismos han sido a la vez testigos y partícipes de la construcción de esta comunidad en marcha. De cierta manera, podría decirse que las cosas siguen como en aquel primer día hace diez años: todavía queda todo por hacer y a veces es difícil entender lo que nos trae el futuro (…).

Creo firmemente en la potencia encerrada en cada poema, en cada trazo, en cada imagen, en cada sonido, en cada movimiento y en cada acción pedagógica que pensamos, debatimos y realizamos dentro y fuera de este espacio. Creo firmemente en la capacidad liberadora de las prácticas artísticas y todo el conocimiento primordial y sensible que estas implican. Creo que las artes no solo son indispensables como manifestación de la condición humana y sus continuas luchas, sino también como portadoras de un ejercicio activo, crítico y concreto sobre el mundo y sus diversas realidades, como piezas en la construcción de lo que somos y hacemos —o mejor: de lo que podemos llegar a ser y lo que podemos llegar a hacer— tanto individualmente y como en sociedad. Tras años de trabajo, ahora tengo muy claro —y creo que muchos de ustedes compartirán este sentimiento conmigo— qué es lo que hago aquí, por qué me encuentro en esta ciudad y soy parte de esta institución, cuál es mi misión en este espacio. La UArtes es —y debe ser, creo yo— un lugar donde la mirada y el pensamiento crítico son posibles, donde la imaginación, la memoria y la palabra ofrecen siempre un posible camino a la emancipación. En el seno de una realidad crecientemente compleja, donde la violencia, la mediocridad y la impunidad se extienden y nos amenazan a todos, la apuesta es la de imaginar —y construir— otros mundos posibles, más sensibles, más críticos, más justos, más creativos, más humanos.

Transformar la realidad a través de nuestras prácticas y pensamientos sobre lo sensible: esa es la apuesta que nos tiene aquí, esa es la razón por la que estamos hoy en día celebrando, y ese es el horizonte hacia el que caminamos.

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