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Ángela Arboleda y la abuela cuenta cuentos que buscó cambiar al mundo

Que había dado muchas vueltas antes de determinar el contenido de su discurso, dijo Ángela Arboleda Jiménez en la ceremonia donde recibió de la Universidad de las Artes el diploma que la acredita como magíster en Escritura Creativa. Del mismo programa de posgrado se titularon con ella 15 compañeros; de Fotografía y Sociedad en América Latina, cinco; de Artes Visuales y Nuevos Medios, doce; y de Políticas Culturales y Gestión de las Artes, nueve.

También confesó desconocer los protocolos que llevan a nombrar a las autoridades, “pero si hay algo bonito de esta universidad es que bien podría una decirle a la vicerrectora o al coordinador amigo. Así que buenos días amigos y amigas”, anotó la reconocida narradora oral, quien en la UArtes es docente y no solo se calzó los zapatos de estudiante para cursar la maestría cuya meta alcanzó, sino, además, la carrera de Danza en la Escuela de Artes Escénicas.

Así fue el preámbulo de una disertación que mantuvo a los presentes atentos, pues Ángela Arboleda invocó a la nostalgia al echar mano de aquello de lo que mejor sabe hacer: contar un cuento, para trasladar a los presentes a la historia de una niña que creció en un pequeño pueblo y que por las tardes veía cómo su abuela se echaba una chalina sobre los hombros y se iba para el parque central. Allí ella se subía en una banca y decía unas palabras mágicas que lograban que todos, grandes y pequeños, se congregaran a su alrededor con ojos y gestos fascinados.

El texto siguiente da continuidad a lo que para el acto solemne escribió Ángela Arboleda y pronunció con las gesticulaciones y los cambios de voz de los personajes de quienes, como dice, cuenta el cuento. Pero antes, vale señalar que al concluir su relato indicó haber caído en cuenta de que solo se había referido a sus compañeros de carrera y no a todos los maestrandos graduados, a quienes también estaba representando en el discurso, por lo que se refirió a muchos, quizás a todos, y los trabajos desarrollados durante la preparación académica de cuarto nivel.

Ángela Arboleda: La abuela todas las tardes decía “había una vez”. La nieta la ayudaba a bajar, encantada como el resto. Un día le preguntó: ¿abuela, tú por qué cuentas historias? Ay, hijita, para ver si logro cambiar al mundo, respondía. Años después, la abuela seguía con su ritual, pero los convocados eran menos, los tiempos cambian, los amigos parten, los niños crecen, la televisión llega. Así que, aquella tarde de escaso público y árboles algo abandonados, la niña, bueno la adolescente ya, con ese tono que solo en esa edad se puede tener, volvió a preguntar, algo fastidiada: ¿abuela, tú por qué cuentas historias? Ay, hijita, a ver si el mundo no cambia tan rápido.

Y así siguió pasando el tiempo y la abuela seguía echándose la chalina a los hombros, pero la nieta no estaba más. Se había ido a la gran ciudad a estudiar en la universidad. Hace rato que no la veían. ¿A qué volver a ese pueblo olvidado de todo? Pero un día, por esas cosas que tiene ser parte de una familia, la casi licenciada tuvo que volver y se encontró con que el pueblo se había convertido en uno de esos pueblos “ing”, esos donde se hacen lamping, puenting, rafting, camping, cuelguing… Todo estaba bastante cambiado… Solo que la abuela, ya más lenta, seguía poniéndose la chalina, enrumbando hacia el parque, subiéndose a la banca y diciendo “había una vez”, solo que ahora para unas cuantas palomas, unos árboles muy viejos y abandonados, uno que otro borracho y turistas que no se detenían, pues iban apuranding y texting… y, bueno, porque no entienden español. Cuando terminó, la nieta la ayudó a bajarse, con la vergüenza de saber que su abuela se había convertido en la loca del pueblo, e insistió con la pregunta: ¿abuela, tú por qué cuentas historias? Ay, hijita, para ver si el mundo no me cambia a mí.

Echo mano de esta historia porque creo fervientemente que para que un grupo de personas, en los tiempos que corren, se decida a estudiar una maestría de Escritura Creativa es porque son, por fortuna, los locos del pueblo, en busca de una banca para compartir la potencia de la poesía, la fuerza de la palabra, el ímpetu de una historia, de una crónica, de una hermosa mentira, de una deliciosa ficción.

La sabia y divertida Liliana Miraglia –escritora, narradora y fotógrafa ecuatoriana que fue su compañera de maestría– me contó que, al igual que yo, quería retomar la literatura o, más bien, que la literatura la retomara, y que para ello andaba en busca de una comunidad. Creo que varios de nosotros queríamos lo mismo y me parece que la encontramos, como la abuela con las palomas, los árboles y los ebrios.

Cada tarde, a las 18:00, desde casas, oficinas, rincones escondidos del trabajo, terrazas, autos y calles, desde donde nos pillara la locura de la pandemia, nos conectábamos, para regalarle oídos a las lenguas de los demás, para regalarle esa extraña y conmovedora cosa que es la palabra a las pieles de los otros. El tierno Tyrone (Maridueña) me lo recordó: “aprendimos también, dice, a escucharnos más allá de las lecturas y ensayos, nos escuchamos como personas sentipensantes. Sentí eso. Y fue muy chévere y acogedor”.

Y así, fuimos, como la abuela, cambiando el mundo, pues podemos en cuestión de segundos, guiados por el ingenio de Damián, y las técnicas de escritura aprendidas, inventar artilugios para, por ejemplo, esconder botellas de agua para Liliana. O de vino para que brindemos Ángela, Virginia y Diana, quien me mandó a contarles que disfrutó mucho, mucho esta maestría. O de Omeprazol para los ataques de tos de Livina, durante sus sesudas intervenciones. O para tirarle un cable a tierra a Ricardo, o a Luis, o a Troi, o a Aníbal, o a Byron… ¡eh, Rafael!. ¡Francisco!, para que así queden flotando como cometas cantoras, mientras Luz Rosario interrumpe preguntando dónde compramos la cuerda y la cuerda Karen le responde y Susan lo confirma.

De la mano de una planta docente variada y apasionada del arte fuimos hilvanando porque, como bien saben, texto es tejido, un espacio para colocar nuestras almas festivas, aludiendo al gran Echeverría. Los cuerpos no eran posibles de ser puestos a través de esos cuadraditos del zoom que por varias noches fueron el compromiso adquirido con nuestra formación profesional e intelectual, pero también unas ventanas a la risa, al asombro, al consuelo, al descubrimiento de seres mágicos, como Clarita, Carolina, Glenda y Julissa… a la literatura, pues. Así que las veces que pudimos encontrarnos y ponerle cuerpo a esos cuadritos, en un afán peripatético, hicimos aulas de malecones, museos, cafeterías y bares.

Un día nos preguntaron ¿para qué hacer más libros si ya hay tantos en el mundo? Y supimos responder que por cada resquicio de desamor y violencia que siga existiendo insistiremos en hacer público nuestro verso, ¿por qué este tendría que ser menos? Hay que democratizar la sensibilidad como afirma Lucina Jiménez. Por eso, pese a todo existen espacios como estos, una plaza pública, una especie de parquecito con un café, una librería que lleva el nombre de un viejo navegante, que está dentro de una manzana que cuentan era la número 14 en un antiguo mapa de un pueblo de aguas y mangle llamado Guayaquil, donde un grupo de tercos y tercas buscamos, de la manera más naif, enloquecida y revolucionaria subvertir, trastocar y preñar al mundo con poéticas palabras.

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